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CRISTO EN EL CLUB

DE: CUENTOS CARISMÁTICOS




El Domingo, a eso de las diez de la mañana entró un caballero extranjero al Club Social. Inicialmente nadie notó su presencia. Vestido elegantemente, aunque sin ninguna afectación, paseó su mirada inquisidora por las mesillas del bar llenas a esa hora de socios que tomaban refrescos.

Aquel caballero era desconocido para el personal del club, pero fácilmente su rostro pálido y sus ojos oriéntales dejaban descubrir su origen hebreo.

El caballero se sentó a una mesa estratégicamente situada para dominar el conjunto.

Mientras la música ensayaba unos aires alegres, los señores conversaban distraídamente con sus compañeras.

Algunas de ellas estaban realmente un poco incitantes, con sus vestidos vaporosos, que apenas cubrían su honestidad. Seguramente sacaban el pretexto del calor que hacía a esa hora... ¡pero en realidad, no era para tanto!

El extranjero miraba fijamente un grupo que se distinguía entre todos por su vestimenta exageradamente aérea. Allí se conversaba y se reía con una euforia mayor que en las demás mesas... Seguramente que habría algún chistoso entre ellos, y que estaban de muy buen genio.

El hebreo se acercó al grupo y con una perfecta cortesía, saludó, mostrando deseo de participar en la charla.

Lo invitaron a sentarse. Con una mirada misteriosa aceptó la invitación y pronunció su nombre: un nombre de difícil pronunciación extranjera: Rab-Iechua.

Hablaba con un acento extraño, pero poseía, al mismo tiempo una voz suave y poderosa, y una mirada tan honda, que hacía olvidar la impresión que causaba su pronunciación.

El recién llegado centralizó inmediatamente el interés de los contertulios. El grupo lo componían muchachas de la alta sociedad, acompañadas de sus novios y de sus madres. Ante el impresionante influjo que ejercía la palabra de aquel hombre, alguna de las jóvenes se atrevió a preguntarle.

-¿Es usted europeo, Señor?

El desconocido contestó sonriendo:

-Por mi madre soy más bien asiático. Pero he vivido en todo el mundo... ¿Y ustedes, son católicas?

-Sí, Señor, somos católicas -respondió una con cierto tono de orgullo, por otra parte muy justificado.

-¿Me permite una pregunta, señorita? Es para mí muy interesante la respuesta. ¿Qué significa ser católico?- Se produjo cierta excitación en el auditorio.

-Ser católico significa ser bautizado- contestó una chica que acababa de salir del Colegio del "Corazón de Jesús".

-Muchas gracias por la respuesta... ¿Pero no significa nada más? ¿Un católico no se distingue de un pagano, sino solamente porque fue bautizado?

-Desde luego que sí, caballero.

-Señorita, ¿usted me pudiera decir en qué consiste esta diferencia? Seguramente que en este club habrá algunos no cristianos. ¿Qué diferencia hay entre unos y otros?

La joven estudiante del colegio, que, por lo demás, era muy bella y parecía la más lista de todas, trató de no quedar mal y contestó:

-Exteriormente, no hay ninguna diferencia: ésta existe en la intimidad del corazón... Los cristianos seguimos las enseñanzas de Jesús. ¿Usted ha oído hablar alguna vez de Jesucristo?

El caballero extranjero sonrió y miró fijamente, con una mirada que dejaba descubrir el misterio a sus interlocutores.

-Sí, he oído hablar mucho de Jesús. Pero dígame: ¿Ustedes creen que practican sus enseñanzas? A mí me parece por lo menos extraño llamarse cristianos, haber jurado solemnemente serlo, y no aceptar en su totalidad las enseñanzas de Jesús.

-Caballero -interrumpió una señora que fumaba y que había seguido con displicencia el rumbo de la conversación.- Este tema religioso no debe tratarse en el bar de un club. Entre nosotros es inoportuno. Estas niñas están refrescándose para irse a la piscina, y no es el momento de calentarles la cabeza con teologías.

-¿Por qué inoportuno, señora? -preguntó severamente el extranjero.- ¿En el bar no son ustedes cristianas? ¿Aquí no tiene vigencia la religión?

Yo no soy de este país, pero he querido informarme... ¿De modo que un cristiano no se distingue en el exterior de un pagano?

Un joven, novio de una de las chicas, que estaba un tanto disgustado porque la conversación se había vuelto seria y porque su preferida estaba mirando fijamente al desconocido, quiso cortar por lo sano y explicó lamentablemente:

-Nosotros somos católicos, pero eso que usted pregunta es de incumbencia exclusiva del párroco. Si desea, tengo mucho gusto de llevarlo a la casa cural, que por cierto está muy cerca de aquí; mi carro está a sus órdenes.

-Muchas gracias. Yo creía que esto lo sabían todos los cristianos. Y pensaba también que había un modo cristiano y un modo pagano. Creía que el cristianismo era una religión que abarcaba toda la vida y todos los momentos y todas las situaciones. Por lo menos, así lo pensó Jesús.

Otra vez la señorita que había estado en el Colegio del "Corazón de Jesús", que sentía cierto exquisito atractivo por aquel extranjero, preguntó:

-¿Usted sabe quién es Jesús?

-Lo sé muy bien, señorita. Pero dígame, ¿qué lleva ahí en el pecho? ¿Esa medalla de quién es?

-Es una medallita de la Virgen, yo soy Hija de María.

El caballero pareció conmoverse y se tornó más pálido de lo que era.

-¿De cuál Virgen?

-De la Virgen María, la Madre de Jesús.

-¿Pero Ella no era casta?

-Era Virgen, caballero.

-¿Y entonces por qué la lleva usted, señorita, en ese pecho casi desnudo, que todo el mundo está espiando y profanando con su mirada?... Ahí no se debe llevar la imagen de la Virgen María. A mí me parece ilógico, irrespetuoso, sacrílego, en un pecho descubierto como el suyo, hecho para incitación, llevar un retrato de María.

Mientras el Señor hablaba con una voz tranquila y al mismo tiempo de un maravilloso timbre de misterio, todos habían entrado en cierto sentimiento de rubor. No sabían por qué estaban apenados. Parecía que se hubiera formado un ambiente de contradicción y de vergüenza.

-¿Quiere, usted, señorita darme esa medalla?

Y la joven, tratando de cubrirse el pecho, empezó a zafar la medallita para dársela al extranjero que la tenía subyugada.

Mientras tanto, el grupo empezó a hablar en voz baja:

-Pero... ¿Quién es este hombre que mira con esos ojos dominadores y extraños?...

La música era una invitación y se había comenzado a bailar.

Precisamente se tocaba un mambo, un baile hecho de contorsiones lascivas. El Señor volvió su mirada en silencio. Aquel baile sonaba trágicamente delante del extranjero.

En el grupo todos estaban avergonzados. Habían comprendido que aquello era un adefesio, una contradicción, una profanación de todo lo cristiano.

Ese extranjero parecía que había introducido un aire sagrado en el recinto, y las contorsiones de la lujuria provocadas, por el baile, caían atrozmente mal.

El caballero se levantó y se dirigió a la pareja que danzaba:

-¿Díganme, ustedes también son cristianos?

La bailarina quiso responder con una sonrisa de sus bellos dientes.

Pero la mirada de su inter-locutor quemaba y no toleraba sonrisas.

Cesó de bailar.

-¿Son ustedes cristianos? -insistió el hebreo. El parejo estaba desconcertado...

-¿Qué pregunta usted, caballero?

-¿¡Qué si ustedes son cristianos!?

El interpelado quiso responder malhumorado: -¿A usted qué le importa? ¡Somos... hombre y hembra! Pero se cuidó muy bien de dar esta respuesta, y sintió tal vez, por primera vez un sentimiento de pena, de humillación, de vergüenza inusitado en él, mientras tanto la compañera de baile se había escapado, asustada, de los ojos del extranjero. Todos estaban con deseos de huir, y al mismo tiempo estaban petrificados ante aquel señor que simplemente había hecho una pregunta: ¿USTEDES SON CRISTIANOS?

Un contertulio, que muchas veces había pensado en lo mismo, que había considerado el curioso contraste de los cristianos modernos, pero que nunca se había atrevido a formular ningún reparo, se arriesgó a dar una respuesta:

-Nosotros somos indignos cristianos, y, valga la verdad, profanadores de lo que esto significa. Pero, ¿usted quién es? queremos saberlo.

El caballero no respondió una palabra, sino que abrió sus ojos y miró al interlocutor con una mirada tan extraña, tan honda, tan espléndida, llena de una infinita respuesta, que lo dejó paralizado.

Todos vieron el brillo de sus ojos, lo extraordinario que en ellos había, y un sentimiento de pavor se volvió a apoderar de los diversos grupos.

Las señoras se miraban los vestidos obscenos y se sentían horrendamente avergonzadas, se sentían semejantes a las mujeres malas, pero más sentían vergüenza de su desnudez, como cuando Dios se hizo presente en el Paraíso después del pecado.

En realidad, aquella pregunta: ¿Ustedes son cristianos?, era una bofetada en el rostro de aquellos, que todo podían ser menos cristianos.

Ser cristianos, y pisotear el pudor, y hollar los mandamientos, empezando por la caridad y la justicia, porque todo ese lujo del club, parecía ante la presencia de ese señor como un desorden y una injusticia.

¡Cuántos pobres habrían trabajado con míseros jornales, para que ellos, los ricos, estuvieran dilapidando sus bienes y pasando una vida ociosa, viciosa y miserable! El magnífico salón de baile, con su perfecta elegancia, con su lujo refinado, ¿no significaba, acaso, una inmensa injusticia sin nombre?...

¿No era eso, en fin de cuentas, el trabajo del pobre, la desgracia del pobre, capitalizada en favor de algunos ricos?

Todo eso lo decía la mirada y el silencio del recién llegado.

El judío, sin decir una palabra más, salió al patio donde estaba la piscina. En tanto, todos se quedaron confundidos, ruborizados en el salón.

Toda la miseria de sus vidas desorganizadas, relajadas, parecía que saliera a flor de alma, y que todos se contemplaran culpables.

Una joven, que era la primera vez que iba al club, salida recientemente de un internado, se atrevió a preguntar:

-¿No será ese Jesucristo? Sus ojos son los ojos de Cristo, y nadie puede hablar y puede hacer callar como Él...

El Señor se había dirigido a la piscina.

Allí, en el prado, había un grupo de jóvenes y de muchachas, conversando y almorzando, en vestido de baño.

No se bañaban; solamente querían mostrarse así, semidesnudas, después del pecado original y después de las concupiscencias.

¡Ellos y ellas, hijos de hogares católicos y formados largamente a la sombra de colegios religiosos...!

Los muchachos miraban a las chicas, y como no eran ángeles, ni disimulaban sus pasiones excitadas.

¿Qué les faltaba para desnudarse? ¡Muy poca cosa! Algunos centímetros nada más.

Pero la mirada lúbica desnudaba el cuerpo de aquellas "vírgenes cristianas" ¿Vírgenes cristianas? ¡Esto es simplemente una palabra...!

¿Vírgenes? La virginidad es muy distinta de aquella procacidad, de aquella incitación, de aquella fuente de lujuria. La virginidad es pudorosa, guarda el secreto para la santidad del tálamo nupcial.

¿Cristianas? Seguidores de Aquel que dijo: "El que mira a una mujer con mal deseo, ya ha fornicado con ella en el corazón". "Si tu mano derecha te escandaliza, córtala y échala lejos".

¿Quién podría mirar a aquellas jóvenes sin fornicar con ellas en el corazón?

¿Vírgenes cristianas? ¡No seamos irónicos! ¡Ni vírgenes, ni cristianas!

El Señor se acercó al grupo y, sin decir una palabra, se sentó en un escaño cercano y se quedó mirándolos.

Los bañistas se dieron cuenta de su llegada. Sobre sus espaldas desnudas parecía que cayera un rayo ardiente de sol: eran sus ojos.

El Señor no decía una palabra, sino solamente miraba.

Las muchachas empezaron a inquietarse ante su presencia.

¿Qué tenía ese hombre en sus ojos? ¿Qué aspecto de reproche, qué despertar de conciencia eran sus pupilas?

Uno de los mozalbetes que allí había, de esos que no saben sino vestir bien y decir cretinadas a cada momento, quiso lanzar un chiste flojo al caballero desconocido, pero quedó como fulminado cuando se encontró con sus ojos.

Las muchachas, todas estudiantes de religión y de moral, durante cinco o siete años y muchas también antiguas Hijas de María, pero sin ninguna convicción que sirviera como norma de vida, sintieron terriblemente su vergüenza.

¡Aquel judío de rostro pálido y de ojos sobrehumanos las estaba quemando con ellos!

Se sintieron profanadoras, sacrílegas del nombre de cristianas.

Pasar horas en la grama, cubiertas apenas las partes venéreas, y siendo objeto de mirada lujuriosa de los hombres, les apareció en toda su gravedad, en toda su contradicción, en toda su responsabilidad.

Ese Señor silencioso que las miraba y que parecía que les cruzaba a latigazos el rostro de cristianas degeneradas, tenía el misterioso semblante de Cristo.

En realidad, era Jesús, que entraba al Club Social.

¡Qué curiosa visita!... Tal vez qué indiscreta.

Algún imbécil pudiera pensar: ¿Y por qué Cristo no se queda en sus Iglesias? ¿Por qué Dios, Nuestro Creador y nuestro Autor, viene a dañar nuestras fiestas? ¿Y nuestro mundo social? ¿Los baños de sol, y los baños de concupiscencia? ¿Y los bailes de mambo y los bailes de lujuria? Esta pregunta no merece respuesta.

Mientras el Señor miraba a aquellas chicas y a aquellos mozos, un sentimiento de vergüenza atroz sacudió las entrañas de todos.

Se despertó en ellos la conciencia cristiana... Se dieron cuenta del antagonismo de sus vidas con el Evangelio, con las enseñanzas que creían profesar.

Se sintieron frívolas y manchadas. No sabían sino mostrar las piernas y untarse grasas... No sabían sino mostrarse a los sátiros, pero nada útil ni bello había en sus vidas...

No eran para ser amadas en vista de un hogar estable... Sobre la fragilidad de un vestido de baño difícilmente se puede levantar la solidez de un amor que debe perpetuarse a lo largo de los años y las dificultades.

Jesús los miraba... Pero fue muy corta su mirada. Todos, sin saber por qué salieron corriendo. Como si estuvieran cometiendo una gravísima falta.

Y en realidad así era... Estaban rompiendo la esencia del Evangelio y desvirtuando la novedad que Cristo trajo a la tierra.

En los baños de Diocleciano y de Caracalla de Roma, cuando aún el paganismo triunfaba, las muchachas paganas hacían lo mismo, con idénticos vestidos de baño.

¿Luego el cristianismo no trajo ningún cambio?

¿Luego es lo mismo ser cristiano que pagano?

Jesús se quedó solo al frente de la piscina del club.

Unos chiquitines se acercaron a El y se sentaron en su escaño, y lo miraron con una linda mirada de inocencia, con sus ojos y sus cabecitas llenas de agua.

El Señor empezó a conversar con ellos. Ellos no se asustaron con su mirada. Jesús los acarició y tal vez recordó su propia palabra: "Ay del que escandalice alguno de estos pequeños que en Mí creen".

Desde la terraza todos contemplaron aquel cuadro maravilloso: Jesús conversando con los niños. Y no tuvieron ya duda: ¡era el Señor!

Las madres de esos niños cayeron de rodillas.

Allí estaba Cristo solo con los niños. Nadie había podido resistir su mirada que era un hondo reproche a todo aquello, negación casi absoluta de la vida cristiana y del ideal Evangélico.

Una señora conmovida, dijo: -¿Vamos hacia Él? Y le pediremos perdón y cambiaremos esto, y haremos como cristianos, y nosotros mismos empezaremos a ser cristianos.

Todos se dirigieron avergonzados y arrepentidos hacia Cristo.

Pero cuando se acercaron, el Señor había desaparecido.


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